martes, 4 de diciembre de 2012

Una olor aspra

Saps amor meu, quan plou faig pastissos. Em tanco a la cuina, perquè des d’allí no veig el cel, no m’arriba la llum grisa ni les gotes lliscant pels vidres. Trec la capsa platejada de les flors seques i els pots de vidre amb les espècies. Esfonso les mans a la farina mentre escolto la pluja en el celobert y les gossetes descansen al meu costat. La Mia, amb la mirada caiguda i l’Anouk, tan petita encara, amb aquest pèl que té de bellut negre  i el puntet a la barbeta que sembla un trocet de cotó.






Recordes el primer pastís? Era de gerds, madurs i vermells. Potser no va ser una bona idea perquè creixen amb espines afilades. Ens el vam menjar amb les mans, asseguts al terra del menjador. Vas obrir la porta de la terrassa, perque entrés l’aire fresc, vas dir, i la pluja va esquitxar el terra. Em feies riure mentre et llepaves els trocets que et quedaven enganxats als dits.

Però avui en lloc de pastissos he fet melmelada de taronja amarga. No sé per què. Ja havia omplert el marbre amb la farina, el sucre i la vainilla. També havia preparat unes fulles petites i arrugades d’albahaca morada, perque recordis que t’estimo, pètals de lavanda per fer marxar les pors i un polsim d’atmetlla i de safrà, perquè les meves paraules et puguessin treure la ràbia que últimament veig en el gris dels teus ulls. L'aigua queia amb força i l’Anouk em mirava, asseguda al costat dels meus peus, amb l’orella dreta aixecada. No sé per què, però al final,  alguna cosa dins meu m’ha fet triar les taronges. Les he xafades amb les mans. Quan he mirat el rellotge eren les set. Tu estaries encara conduint el tren, portant a la gent d’una banda a l’altra, com cada día, les mateixes estacions, les mateixes cares esperant a l’andana.  A l’aigua creixien bombolles que esclataven i fumejaven. El vapor de les cassoles em protegia del fred mentre regalimava per les rajoles i deixava petits tolls damunt el marbre.

Ahir va ser el teu aniversari. Quan vas arribar tenia totes les finestres obertes i els llums tancats. Damunt la taula havia deixat un pa de pessic tou que havia cobert, amb els dits, de xocolata, negra, com a tu t’agrada, i uns trocets blancs de pera que semblaven quarts de lluna. Pels costats vaig deixar caure pètals de roses vermelles, per al nostre amor, i de la flor del taronger, per a l’esperança. A les deu vaig encendre dues espelmes de canyella, per allunyar les coses dolentes. Cada cop que escoltava el motor de l’ascensor m’arreglava el sarrell amb les mans i corria fins a la porta. Pero quan vas arribar les espelmes s’havien fet petites i la cera havia tacat les flors amb rodonetes marrons. Et vas treure la cazadora de pell negra i la jaqueta vermella amb el tren petit brodat a la butxaca. Ho vas tirar tot damunt del sofà. Llavors em vas mirar. Què hi ha per sopar? Un aire fred va fer rodar alguns pètals per la taula fins que van caure a terra i el cos em va tremolar per dintre. Jo no et vaig poder mirar a la cara. Res.

Quan he acabat de fer la melmelada de taronja ha quedat una olor aspra. He obert la finestra per allunyar-la. Era tan intensa que se m’ha enganxat a la roba, a la pell, a la llengua. Les gotes de pluja han entrat a la cuina i al picar contra el terra semblaven llàgrimes. Y, saps amor, casa nostra ja no olora a vainilla

viernes, 23 de noviembre de 2012

El camino de arriba


A las viñas de la montaña se va por el camino del cementerio. Y al final de los viñedos, donde se perdió Marco, está el sendero que llega hasta el mar.

Helena y yo subíamos por las tardes. A la salida de clase dábamos esquinazo a los demás para echar a correr cuesta arriba hasta llegar a la verja con el ángel oxidado en lo alto. Allí nos tumbábamos en el suelo, sobre las hojas secas y respirábamos el aroma dulce de principios de octubre. Porque en el norte las uvas maduran más tarde y en esa época el olor de la vendimia le llegaba hasta los muertos.

Alguna tarde nos seguía Marco que corría detrás nuestro con los zapatos llenos de polvo y una mochila grande que le golpeaba en la espalda. Pero él no conocía la montaña, le asustaban los ruidos y nosotras pisábamos las hojas cuando no nos veía. Ya vale ¿no?, nos gritaba al escuchar los crujidos. ¡Miedica! y le dejábamos solo mientras gimoteaba junto al ángel, porque eso es lo que siempre hacía, gimotear como una niñata.

A Marco le daba miedo quedarse solo, por eso nos escondíamos en los viñedos, para fastidiarle. Jugábamos a  cerrar los ojos y a adivinar las cosas por el tacto. Andábamos a oscuras.  Una tarde le llamamos con la excusa de que nos ayudase a coger uvas. Tienes que cerrar los ojos, sinó no vale, le gritó Helena . Le oímos quejarse bastante rato porque no nos encontraba. Al final le dejamos allí, sí, perdido entre las viñas, junto al sendero. Nos largamos.

Al llegar al pueblo el mar ya estaba negro y en la montaña, una sombra oscura lo iba cubriendo todo: las viñas, la silueta del cementerio y el ángel de la verja. Una sombra que empezó a descender  hasta invadir los tejados y las calles. Cuando miramos arriba ya sólo quedaban estrellas y el gimoteo de Marco.

martes, 23 de octubre de 2012

Esos días de playa

Llegamos a la playa cargados y de mal humor, pero lo llevábamos todo: sombrilla, cubo y pala para Andresito, colchoneta hinchable, los biberones de Isa, pañales, la neverita con cervezas para Pepe, cremas para no quemarnos, bolsas de patatas fritas, toallas y los niños.

Pero lo peor vino entonces, cuando miramos hacia el mar y sólo vimos toallas, cuerpos a medio quemar y un montón de cabezas y brazos donde se suponía que estaba la orilla. Sentí ganas de llorar, después de tanto rato parados en al autopista, los niños que no habían dejado de gritar y el calor. Esa calor, porque a Pepe no hay manera de hacerle entender que con el aire condicionado se va mejor. Se constipan los críos y además en verano se pasa calor ¿no?, y de ahí no lo saco.

Me quedé clavada, al lado del murete donde empezaba la arena. Venga nena, sígueme, me dijo, y yo con un niño en cada cadera, le seguí, con los pies que se me hundían en los granitos finos que parecían brasas ardiendo. Al final, pudimos amontonarlo todo, niños incluidos, en un pequeño espacio que encontramos entre los zumbidos de una emisora mal sintonizada y unos niños incontrolados que se perseguían con unos cubos llenos de agua. Y no estábamos dispuestos a renunciar a el por nada.

Lo visible y lo concreto: relato para la Escuela de Escritores

viernes, 12 de octubre de 2012

Chocolate



Cinco días al año entraba el diablo en casa. Tomábamos el chocolate que la abuela preparaba en fin de año, año nuevo, después de la cabalgata de Reyes, al día siguiente con el roscón y en la fogata que hacíamos la víspera de San Juan. Yo prefería los Reyes, por los regalos, y también el día de la fogata porque las calles se llenaban de colores y me dejaban acostar más tarde.

Pero un día todo se volvió oscuro, lleno de silbidos bajo un cielo sin luz, de prisas, a media noche, por llegar a Iglesia, donde también estaban algunos, acurrucados unos con otros. Porque en el pueblo, desde que empezó la guerra eramos pocos. Los que quedábamos nos encogíamos con la esperanza de que las bombas no cayesen en lugar bendito. Y mamá y la abuela, también oscuras: su ropa, sus ojos, el halo que las acompañaba a través de la confusión de la calle. La oscuridad y el roce de las enaguas que me recordaba el crujido del papel de los farolillos que colgábamos el día de la fogata.

Mi cuerpo se hizo grande entre crujidos y plegarias y de vez en cuando, como un viento fresco que barría todos los lamentos, la cocina se volvía a llenar de un vaho goloso que quedaba suspendido en el aire; la cazerola humeante, las burbujas salpicando nuestras manos.

De nuevo se abría la vitrina y se desenpolvaban las tazas de porcelana con aquellos dibujos de rosas grandes de color naranja. Todo dispuesto en la mesilla del salón: los vasos con agua, los azucarillos, los platillos con trozos de pan seco y las servilletas con la puntilla blanca. Me gusta el chocolate, negro, decía la abuela casi con vergüenza. Primero mojaba el pan y luego sonreía con una de esas sonrisas pequeñas, tímidas, que le marcaban un hoyuelo en la mejilla derecha. Cuando acababa de rebañar la taza le brillaba tanto la mirada que ya no parecía vieja, con la sonrisa y el hoyuelo en la cara.

Tardes de gula, siempre decía mi padre. Dejais entrar al diablo. Yo tiraba a mamá de la manga ¿por qué va a entrar el diablo? Ellas se santiguaban, luego seguían como si nada, removiendo el chocolate, intentado acallar a los muertos y la deseperación por los que no regeresaban.












sábado, 29 de septiembre de 2012

Desayuno en la plaza

Lo que me mueve es la costumbre, por eso lo primero que he hecho al regresar de vacaciones es ir a desayunar a la plaza. Y es que en el pueblo, con tanto calor y un montón de moscas zumbantes, sólo pensaba en el croisant y el te de jazmín.

Satisfecha y con el pensamiento, engañoso y reconfortante, de que hay cosas que no cambian, vuelvo a sentarme en la terraza del bar Curuba y a pringarme las manos con la gelatina del croisant. Cuando acabo, lamo los trocitos que se me han quedado pegados en los dedos. Esta es la primera parte de mi ritual diario. En la segunda, saco de mi bolsa la libreta y el bolígrafo, de tinta azul, y bebo un poco de te.

Porque es justo en ese instante cuando empiezo a escribir. Ese momento casi mágico en el que me llega el humeante olor a jazmín y las palabras empiezan a ponerse en orden para ser contadas. Y hoy, justo en ese instante, un chirrido metálico y un golpe en la espalda hacen que mi mano deje un garabato azul en la hoja. El bol con el te se ha balanceado sobre el platillo blanco y se ha derramado un poco en el papel del garabato. Me giro, con una mueca de cabreo y los ojos entornados y veo a un niño, de no mas de ocho años, de rizos rubios y mirada acuosa que se abre paso a manotazos entre las sillas. Lo miro y me ignora, igual que las dos mujeres que también acaban de sentarse. La mayor (deduzco que es la madre) debe explicar algo muy interesante porque habla rápido y gesticula de manera exagerada; la otra (deduzco que es la amiga, de la madre) pone los ojos como canicas mientras suelta exclamaciones del tipo "¿qué me dices?, ¡no me digas!, ¡no puede ser!, ¡ah!, !no!". Mientras, el niño ricitos, entre golpes de sillas, intenta meter baza, mamá déjame el Iphon, mamá dejáme el Iphon, mamá dejáme el Iphon, pero ella, y la otra, parecen no oirlo.

Convencida de que a ninguno de los tres les importa el garabato y el te caido en el papel, arranco la hoja, la arrugo y limpio las gotas que han quedado sobre la mesa. Recoloco el bol sobre el platillo, hoja limpia, boligrafo azul preparado, rebusco las palabras mirando el azul celeste de la pared del ayuntamiento de la plaza, los niños tumbados en el suelo que pintan la gravilla con tizas de colores y los otros que golpean con una pelota en la torre del reloj. Otro chirrido, otro golpe, mamá déjame el Iphon, ricitos insiste, ahora patalea contra la pata de la mesa. De nuevo me giro con los ojos entornados. Acaba de llegar otro niño, este con cara de saberlo todo, no mucho mayor que ricitos, y la mirada fija en la pantalla de un móvil que tiene entre las manos. Me pregunto si será el hermano, pero excepto ricitos que se le acerca a mirar a qué está jugando, las mujeres le ignoran igual que a mí.

La camarera les ha servido helados y dos vasos con un líquido verde que ha dejado frente a los niños. El mayor sigue con la cara pegada a la pantalla; ricitos coge una paja y en lugar de sorber sopla con fuerza. Mi abuela decía que cada cual fastidia como puede y él ha decidido ganarse la atención salpicando a todo y a todos. Lo consigue. Me cambio de silla, por si acaso. Con uno de los soplos el brazo de la madre chorrea verde. Esta vez sí que le mira, ¿estás nervioso cariño? le pasa los dedos por un rizo, lo estira y lo suelta de golpe con un movimiento de muelle. Otra vez se gira hacia la amiga, lleva unos días muy nervioso será la vuelta a la normalidad, ¡ah! sí, sí, seguro; mamá dejáme el Iphon, otro soplido, este año, sigue explicando la madre, ha sido el niño que más veces han sacado de clase, ¿ah, sí?. El mayor, por primera vez, levanta los ojos del móvil. Las mira con la expresión de saberlo todo, sonrie con los labios un poco torcidos y les suelta, como si nada, que ha de ser difícil que te saquen varias veces de clase por ser graciosillo, ¿ah, sí? Ricitos, como para cambiar de tema, se sube a la fuente que hay en la torre del reloj, abre el grifo y pone dos dedos en medio del chorro; la gente y los perros que pasan por allí se apartan de un salto para esquivar el agua. Mamá, exclama el mayor, antes de volver a la pantalla ¿sabes que Harry Potter tiene acné en la segunda peli?

La pregunta me deja tan desconcertada que, por unos minutos, agradezco que mis hijos ya sean mayores. Mi hoja sigue en blanco y el te frío. Lo bebo de un sorbo, por acabarlo, y guardo la libreta y el bolígrafo de tinta azul en la bolsa. Decido marcharme y me levanto con el pensamiento, real y desolador, que las cosas siempre cambian.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Relato: Un día de Agosto

Una de las cosas que la vida me roba con los años es el sueño. A cambio me regala tiempo. Largas horas de silencio de las que los pensamientos se apoderan sin compasión. "Y si...". Giulia, mi hija, que no para en casa, con la moto arriba y abajo, come mal, duerme poco. "Y si..." ¿Cuanto tiempo aguantará? Y Mía, mi perra que, con este calor sofocante de Agosto, parece no existir. Entre medio, algún que otro flash que no sé de donde llega. Imágenes de blanco y negro.

"Y si...". Hoy mi hija se va de vacaciones. Mil doscientos kilómetros, conducidos de noche. Ella sólo piensa en el agua fría del Atlántico y a mí, en cambio, se me llena la cabeza de bochorno, de cansancio, de prisas por llegar. Pensamientos de madre.

Al final, el sueño me coge desprevenida con los primeros hilos de luz y a media mañana me despierto con resaca, el cuerpo sudado y el camisón pegado a la piel. Mía baja de la cama entre bostezos y se tumba sobre las baldosas con la esperanza de poderse refrescar un poco, con los ojos medio cerrados y las patas que parecen más largas de tan estiradas. Escucho ruido en la habitacón de Giulia. Ruido de bolsas de plástico, roze de ruedas en el suelo y el golpeteo rápido de sus pisadas. Abro un poco la puerta y el calor suspendido en el aire se me echa encima. La veo intentando embutir ropa, zapatos, trastos de playa y la plancha para el pelo dentro de una maleta de cabina de avión, como si marchara para siempre. Cambia de maleta, le digo, no lo podrás poner todo. Sí, me va a caber, déjala, no, déjala y vamos a comer a la plaza. Ella me mira con la cara encendida y el flequillo pegado a la frente.

Mi hija es activa, constante, con un cuerpo menudo, una larga melena rubia (ahora teñida de oscuro) y una mirada verde. Tiene veintidós años, pero aún manteniene la coraza y la rebeldía de la adolescencia. Me apoyo en la puerta. Déjala, luego te haré yo la maleta, de acuerdo, me contesta, quiero macarrones. Noto una gota de sudor que resbala con pereza por mi espalda. Como tantas otras veces, me pregunto si me estaré equivocando. Pero ahora qué importa. Prefiero dejarlo para más tarde, para otra noche, como tantas otras, callada y sofocante.


martes, 10 de julio de 2012

Relato: Esperando un cambio (para Paola)

Me llamo Paola y acabo de cumplir 12 años. Últimamente mi vida es muy aburrida, nada de lo que hacía antes me distrae y además siempre tengo un montón de deberes que parecen interminables. En poco tiempo todo parece haberse descontrolado, incluso mi cuerpo. He ido engordando por todos los lados y mi cara ha adquirido una forma de pelota con un horrible grano en la mejilla que no consigo hacer desaparecer. En la escuela también hay cambios y han incorporado unas clases de educación sexual. Los niños no paran de chillar y de decir guarradas; acaban siendo insoportables.

Mamá ahora tiene una nueva obsesión: limpiar mi habitación, lo que en estos momentos significa que ha decidido tirar todos esos pequeños tesoros que voy guardando debajo de mí cama. Con las palabras de "ya eres mayor" da por terminada cualquier discusión y no consigo impresionarla ni con mis gritos ni con los portazos. Así, mis pequeños tesoros se han trasladado al país de Nunca jamás, transportados en una bolsa de basura azul. Dos peluches ha sido lo máximo que he conseguido quedarme.

Y como ya soy mayor, mis padres han decidido cambiar los muebles de mí habitación. Aburridos. Y las paredes las han pintado con un pastoso color crema, por eso de que queda bien con todo. Una cama grande, una mesa de estudio y un armario reemplazan mis recuerdos. Lo único que me gusta es el espejo que hay en una de las puertas del armario y, sobre todo, el ordenador que me han regalado. Con el podré pasar las tardes de los domingos conectada al Messenger.

Desde hace tiempo, mamá está intentando prepararme, como suele decir ella, para una nueva etapa que por lo visto será decisiva para mi vida y está a punto de llegar. La palabra pubertad que al principio me pareció un insulto se me aparece en mayúsculas y negrita. Nuevas palabras, nuevos consejos y una pesada lista de advertencias.

La palabra "niño" ha ido variando su significado, desde "amiguito, compañero de clase, chico, aprovechado, sexo...". Tengo la impresión de entrar en una nueva dimensión donde los monstruos de los cuentos de mi infancia tomarán forma de un momento a otro.

Lo peor es cuando no puedo escaparme de mamá; cuando de repente me sonríe ladeando la cabeza, se sienta en mi cama, da unos golpecitos sobre la colcha con los dedos de la mano derecha, los corazoncitos rojos de su anillo moviéndose y de repente lo suelta: ven cariño, vamos a hablar un rato. Y yo sé que acabaré perdida en alguno de esos monólogos interminables, la oiré lejana, intentaré distraerme con mis pensamientos hasta que surja la pregunta de siempre ¿qué piensas de lo que te estoy explicando?.

Esos son los peores momentos porque mamá espera paciente y yo nunca he sabido la manera de evitar la respuesta, pero he encontrado una salida victoriosa: bien, creo que lo que dices está bien. Ella retoma su sonrisa ladeada y se da por satisfecha.

Al fin, la pubertad llegó ayer a mí vida. No ha venido como una revelación maravillosa ni repleta de emociones nuevas, como mis amigas y yo la imaginábamos, sinó con una punzada dolorosa en el vientre y un hilo de sangre descendiendo por mis piernas. La verdad es que no hemos tenido un buen principio porque además del dolor agudo que sentía, me encontró desprevenida en la clase de gimnasia.

Hoy es sábado y puedo levantarme tarde ¡Perfecto! Miro el reloj que hay en la mesita de noche, las diez. Me siento en la cama y miro lo que me rodea: ropa tirada por el suelo, zapatos desaparejados, apuntes de la escuela, libros sobre la mesa y la lucecita verde del ordenador parpadeando. Si ahora entra mamá creo que transformará su alegría de ayer en un ataque directo a mí tranquilidad.

Decido levantarme y ponerme al albornoz blanco. Sigo encontrándome mal. Empiezo a estar harta de esta maldita pubertad, espero que no tenga más sorpresas como ésta. Cuando paso frente al armario me paro delante del espejo. Eh! vaya pinta más horrorosa, pienso. Veo una rubia de ojos verdes con el pelo enmarañado y ojeras. El grano sigue invencible en la mejilla. Me abro el albornoz, también estoy hinchada. Se suponía que tenías que cambiar mi vida no deformarla, le grito a la imagen que veo reflejada.

Sólo una pequeña distancia me separa de la figura que contemplo. El reflejo parece tener más poder que yo misma y me quedo mirándola. Paso los dedos por los mechones de pelo que caen sobre mis hombros, los aparto y los recojo en la nuca. La luz que entra por la ventana parece transformarlos en luminosos rayos de colores; ladeo la cabeza para ocultar el grano y algo que no puedo definir me atrae y me inmoviliza.

La imagen imita fielmente mis movimientos. Nada se escapa a su mirada atrevida. Me gusta este juego. Me divierte y me hace olvidar el malestar. Sigo recorriendo mi cuerpo con las manos: los labios carnosos, el cuello largo, los pechos pequeños. Mientras lo acaricio observo como se va dibujando un deseo en la piel de la figura que me mira de manera arrogante.

De repente oigo los pasos de mamá. Miró por última vez la imagen que sigue allí, de pie, esperando. Quizás la pubertad esconde algún secreto que aún no he descubierto. Le hago un guiño y me responde con una sonrisa. Ya es hora de que empiece a ordenar mis cosas.

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jueves, 28 de junio de 2012

Relato: Porque todo pasa así, de repente (II)

Andrea


María lo dijo muy claro, Camila ya no está con nosotros, y lo dijo con su voz aún de niña. El teléfono había sonado varias veces. Era un día de noviembre, azul, que yo miraba desde detrás de unos cristales empañados y de vez en cuando se resbalaba una gota hasta el suelo, fría.

Ya no está con nosotros. Las palabras me sacudieron por dentro para quedarse allí escondidas. Mientras la escuchaba todo me pareció de mentira, ha sido un accidente, el azul del cielo, la noche del sábado cuando regresaban de la Spezzia, los chillidos de los niños que jugaban en la plaza, hoy es el entierro, mis pies ya no existían, ni mis piernas, sólo mi estómago lleno de palabras. Mi madre me ha dicho que os lo dijera, ella no puede hablar. Mi mirada se perdió en una gota suspendida en el alfeizar de la ventana. Mi madre ya sabe que no podreis venir pero os lo quería explicar. Y entonces María me pareció mayor, pero sólo era una niña, más pequeña que Camila que tres meses antes había cumplido los dieciocho. Esta tarde la entierran. La gota se agarraba a la madera como en un largo lamento y su redondez suspendida tiró con fuerza de ella.

Ya no está con nosotros. Pero Alejandra y yo vivimos en Barcelona y ellos están lejos. Quizás por esto no hemos regresado a Italia, porque una parte de nosotras aún imagina a Camila esperándonos en la estación o de un lado al otro del bar, con su pequeño delantal blanco y los ojuelos que se le marcaban al reir. Porque cuando sonreía se le levantaba un poco el labio y las mejillas se le redondeaban. Porque si regresamos, las palabras de María de un día de noviembre, azul y frío, se transformarían en un vacío irreemplazable.

Desde nuestro pequeño mundo inventado parece que las cosas no han cambiado. Y aunque a veces mi cabeza se sigue llenando de argumentos para convencerme sé que ya nada es igual. Esa es la única realidad, cruel y acechante con cada recuerdo. Cruel y sin vuelta atrás. Porque en este corto espacio de tiempo de nuestra vidas (poco más de dos años) tampoco está José M., ni mi amiga Eli, ni siquiera Bimba, la perra labrador de tres años, de mis nuevos vecinos, que murió de repente, hace cinco días, por la verbena de San Juan. Porque las cosas que mas importan siempre pasan así, de repente.

lunes, 25 de junio de 2012

Relato: El filólogo y la ballena

Simón había recostado la cabeza en el respaldo de la butaca. Las palabras del tratado de gramática que estaba leyendo se habían desdibujado. Había dejado resbalar el libro de sus manos, sin cuidado, hasta que quedó mal apoyado sobre sus piernas. Se había dormido. Y de nuevo, como tantas otras veces desde hacía varios meses, se le repetía el mismo sueño: una ballena de piel azulada surgía de un mar que se confundía con el cielo.

Las campanas de la iglesia repicaron doce veces. Simón se removió en la butaca y la imagen de la ballena se desvaneció en el eco de las campanadas. Justo en el momento en que las figuritas del reloj de cuco de la habitación bailaban al ritmo de un vals.

Simón emitió un suspiro profundo mientras se incorporaba para dejar el libro sobre la mesa escritorio. Miró los papeles dispersos, las gafas de pasta negra, medio escondidas entre ellos, pensó que debía guardarlas en el estuche (no lo hizo). En unos segundos había olvidado las gafas. Se fijó en las traducciones, aún por corregir, que se amontonaban en la cubeta del trabajo pendiente. Estaba cansado, y ese peso en los párpados… Y ese sueño tan extraño ¿una ballena? Qué absurdo. Los sueños son absurdos.

El mar no le gustaba, sentir la inestabilidad bajo sus pies, el regusto amargo que le subía hasta la boca, se sentía inseguro. Había sido siempre así, aunque había crecido entre pescadores siempre supo que él no iba a seguir la tradición familiar. A pesar de la brisa refrescante que le envolvía a todas horas, de las canciones que llenaban la cantina del muelle al regreso de los pescadores, del olor del tabaco de pipa, de los colores del amanecer.

Se lo repetía muy adentro, aunque entonces era muy pequeño y no entendía bien el significado de aquellos pensamientos que pasaban como ráfagas. Tenía la mirada llena de historias de naufragios y de fábulas de ballenas de piel azulada, que él engrandecía con su imaginación.

Con qué claridad recordaba aquellos años. Las tardes en las que su madre le obligaba a ir al muelle a esperar el regreso de su padre. Esperaba sobre las tablas de madera que crujían al caminar, sin apenas moverse por si cedían. Le esperaba con un hormigueo en el estómago, incapaz de comer la merienda que llevaba envuelta en una hoja del periódico dominical y que guardaba para más tarde, para cuando su padre llegara con la barca y la marrara, con los músculos tensos, marcados por la fuerza, con esa manera de andar acompasada con el oleaje.

Hasta ese momento, Simón se quedaba sentado. Hasta que intuía que las barcas aparecían bordeando el espigón, sólo un vistazo rápido. Luego volvía a notar el contacto con la madera y distraía el miedo mirando la hoja del periódico. Su afición por las palabras había empezado durante aquellas esperas.

Las palabras que con el tiempo adquirieron un orden y un sentido del que, a sus casi sesenta años, empezaba a dudar.

De nuevo sonaron doce campanadas, más seguidas, el recordatorio de la medianoche. Simón hundió su espalda curvada en el sillón. Miró el espejo que colgaba en la pared en el que se reflejaba la estantería desordenada; su título de filólogo, enmarcado en madera oscura y los rostros, inmortalizados en pequeñas fotografías, de sus compañeros de graduación.

También veía reflejada parte de su cara, que quedaba cortada por el marco. Envuelta por la penumbra de la habitación. Todo permanecía inmóvil en el espejo, reducido a una imagen de dos dimensiones. Todo carecía de respiración, atrapado en su propia realidad.

Odió aquel espejo, su reflejo, paralizado en aquella imagen descuidada, sin afeitar, los ojos hinchados y un papada que reposaba sobre el cuello del jersey ¿Quién era realmente? Por unos instantes se sintió irreal. Rodeado por los libros de gramática y los diccionarios. Los libros que parecían conocerle mejor de lo que se conocía él mismo. Él, que los poseía, que había profundizado en cada una de sus palabras, era incapaz de descifrar el significado de sus sueños.

Durante años había estado llenos de pensamientos. Le bastaba el silencio de la habitación, donde guardaba sus trabajos, sus escritos… Las palabras surgían de una manera fácil, escarbaba en ellas hasta redescrubrirlas, jugaba con ellas. . Pero ya no quedaban significados, no quedaban amigos y de la familia sólo el cuadro que había pintado un amigo de sus padres.

No sabía cuál había sido el motivo, pero hacia unas semanas que había recordado aquel cuadro. Lo había buscado en el altillo y lo había colgado junto al escritorio. Era como si hubiera entrado un soplo de aire fresco por la rendija de la ventana. Los brillos centelleaban en un mar que se mecía lentamente, tan real como en sus recuerdos, y en el centro, la casa blanca, su casa, bañada por un destello de luz de algún sol de verano. Sus padre estaban sentados en el porche con una expresión natural, cotidiana, y Simón (tendría unos tres años) se escondía entre las faldas de su madre.

Volvieron a repiquetear las campanas de la iglesia, sólo una campanada, un golpe seco. Las figuritas del reloj de cuco bailaban de nuevo al ritmo del vals. Estaba cansado, y ese peso en los párpados… ¿Soñar con ballenas? Qué absurdo.

(relato escrito para un curso de la Escuela de Escritores)

viernes, 22 de junio de 2012

ALBUM FLORES DE ARCILLA POLIMÉRICA
































Relato: Porque todo pasa así, de repente (I)

Nil


La petición de mi madre me liberó de los recuerdos del cementerio. Me gustó la idea "una despedida diferente para tu padre ¿qué te parece?, me preguntó". Hizo una mueca y me miró con los ojos un poco cerrados.

¿Lo harás?

Sabe que no creo en estas cosas. Siempre me río cuando la veo encender velas, escribir deseos en pequeños papeles, buscar días especiales, quemar incienso. La miro mientras trabajo en mi ordenador. Está bien si ella se divierte y realmente lo hace con la misma sonrisa que cuando llena la casa de flores.

¿Lo harás?

respondí

Vale me sonrió y me llenó la cara de besos ¿Qué te parece el próximo sábado, al mediodía? Si quieres puedes escribir algo... Lo engancharíamos en el globo, junto a su fotografía

No escribí nada. El día que habíamos ido al tanatorio, ya hace dos meses, me llevé mi teclado electrónico y toqué The Last Song, de Elton John. A José M. le gustaba.

Aquel día no lloré. Toqué cada nota con fuerza, con la rabia que se me escapaba por los dedos. Ésa fue mi despedida para él. No lloré, no podía hacerlo ni por mi hermana Alejandra ni por mi madre, pero las lágrimas me las llevé dentro y aún sigo con ellas en el cuerpo. En el cementerio las abracé a las dos, no podía hacer otra cosa, sobretodo cuando aquel hombre menudo y un poco encorvado, encaramado a lo alto de la escalera, intentaba sellar con cemento la piedra del nicho. Fue todo tan extraño, como si José M. se resistiera desde algún lugar. La piedra cayó dos veces y el hombre insistió hasta dejarlo todo perfecto.

Ya han pasado dos meses. Mi madre quería despedirse a su manera, algo especial, con el aire entre los árboles y los chillidos de los niños jugando en el parque. Ella se ha encargado de todo lo necesario: el globo de helio, la fotografía de José M. y un poco de alegría, aunque sea fingida, para no dramatizar el momento. Hemos escogido la parte más alta del Parque Güell, por la proximidad a nuestra casa y porque desde allí el cielo parece estar más cerca.

Mi madre ha ido todo el camino con el globo abrazado a su pecho y una hojas de color verde en la mano. Alejandra y yo la hemos seguido en silencio. Cuando hemos llegado hemos dejado las cosas sobre un viejo banco de madera. Mi hermana le ha dado un trozo de papel en el que se veían una palabras escritas en fucsia. Yo me he quedado detrás de ellas, casi espiando cómo cortaban pedacitos de celo y los colocaban con cuidado, primero para enganchar la fotografía, luego el papel de Alejandra a un lado y, en el otro, las hojas de color verde. He dejado que preparasen todo. La poca gente que había alrededor las ha mirado intentando adivinar qué hacían, pero ni siquiera se han fijado en ellos.

Yo las espiaba y ellas preparaban las cosas en silencio. Tenía ganas de acabar y largarme, me sentía pesado. Al cabo de un rato se han girado y me han mirado como si de repente se hubiesen dado cuenta de que estaba allí. Hemos cogido el hilo que colgaba del globo y nos ha dado un tirón al soltarlo. Mi madre lloraba y Alejandra se mordía los labios.

Un José M. borroso nos observaba desde arriba. Los tres le mirábamos y no me atrevía a bajar la cabeza. Ha ascendido muy lento y ha habido un momento en que parecía que caía, supongo que mi madre no había pensado en el peso de las hojas de color verde, y entonces ha empezado a correr "por favor sube, sube ha gritado" hasta que la brisa se lo ha llevado, ha rozado las hojas de los árboles y ha desaparecido.




Alejandra


Cuando me he despertado los ángeles me sonreían desde la mesita de noche. Antes los tenía en la estantería blanca, junto a los libros, pero cuando papá murió a principios de verano, no sé por qué, los cambié de lugar. Los ángeles me los había regalado mamá; eran blancos y suaves y yo los había pintado de dorado, con motitas brillantes de purpurina.

Mientras ellos me miran recuerdo que hoy es sábado y que al mediodía iremos al Parque Güell para despedirnos de papá. Mamá me preguntó si quería escribirle una nota. He decidido hacerlo, pero la verdad es que no sé que decirle después de un año que no le veía, y ahora está muerto ¿Cómo puedo despedirme de él con unas pocas palabras? Cómo explicarle que me he sentido tan olvidada, tan insignificante. Muchas veces telefoneaba, pero al móbil de mamá aunque le preguntara siempre por mí. Le decía que seguíamos siendo sus chicas ¿Por qué nunca me llamaba? "Se siente inseguro decía mamá" Y yo sentía que le odiaba. Y ahora, de repente, ya no está.

Desde el día del accidente tengo nauseas. Ha sido un verano extraño, no he podido quedarme en casa aunque él hacía mucho tiempo que vivía en otro lugar. He intentado no pensar; he viajado; salido por las noches con mis amigas; he subido en helicóptero, en parapente, cosas impensables en mí por el miedo que siempre he sentido a volar.

Ayer empezó otoño y hay muchas cosas nuevas en mi vida que nunca le podré explicar. He empezado la Universidad y a trabajar unas horas en una guardería. No es esto lo que voy a escribirle en la nota, realmente no sé lo que escribiré, pero he decidido hacerla y ponerla en el globo junto a su fotografía. Escribiré en tinta fucsia, es un color bonito. Quizás la magia de la que habla mamá sea cierta. Nil no cree en estas cosas, pero necesito pensar que mis palabras le llegaran allí donde esté.

jueves, 21 de junio de 2012

Tulipán



El tulipán simboliza el romance y la fidelidad, una declaración de amor sincera.

Tulipanes amarillos: Pensamientos alegres, amor desesperado
Tulipanes blancos: Perdón
Tulipanes morados: Realeza, modestia
Tulipanes amarillos: Pensamientos alegres, amor desesperado


Una leyenda cuenta que el principe Farhad se enamoró de una doncella llamada Shirin.
Pero Shirin murió y fue tanta la pena de Farhad que se suicidó al precipitarse con su caballo en un desfiladero. Cuenta la leyenda que un tulipán rojo surgió de cada gota de su sangre.

En el lenguaje de las flores el significado del tulipán es:
Tulipán multicolor: Sueño con un amor loco y extravagante
Tulipán blanco: Mi amor por ti es extremo
Tulipán amarillo: Estoy locamente enamorado
Tulipán negro: Sufro mucho
Tulipán rojo: Simboliza el amor eterno
Tulipán doble: Tendremos éxito como pareja
Tulipán jaspeado: Tienes unos ojos preciosos

ROSAS

(Rosa blanca, elaborada con arcilla polimérica)

En el lenguaje de las flores las rosas tienen diferentes significados según su color:

Rosas de color rojo intenso:       amor para siempre

Rosas de color rojo:                  amor y pasión

Rosas rojas y blancas:                vivamos juntos o la pureza de un amor apasionado (platónico)

Rosas rosas:                              amor verdadero"te quiero de verdad". También representa amor y
                                                 amistat

Rosa carmesí:                            si me quieres lo descubrirás

Rosa lavanda:                            flechazo, me he enamorado de ti

Rosa negra:                               mi amor por ti perdudará para siempre

Rosa malva:                               tristeza, nostalgia

Rosa azul:                                  paciencia, espera eterna

Rosas amarillas:                         celos y envidia, cuando hay una relación de amor, infidelidad
                                                 podemos regalar rosas de este color cuando queremos felicitar
                                                 a un amigo

Rosas blancas:                          elegantes y sobrias, se asocian con la pureza y la inocencia

Rosas rojas y amarillas:             felicitación

Rosa de los Alpes:                    quiero ser digno de ti

Rosa salvaje:                            te seguiré a todas partes

Rosa del te:                              nuestro amor será fértil

Rosa de Navidad:                    líbrame de mí angustia

12 rosas rojas:                          petición de matrimonio

AMAPOLA

(Amapolas, elaboradas con arcilla polimérica)

Flor salvaje y delicada de extrema fragilidad. Simboliza el reposo, la tranquilidad, el consuelo y el entusiasmo.

En el lenguaje de las flores representa la individualidad, la sensación propia de las personas que son o se sienten especiales y amantes de la vida

miércoles, 20 de junio de 2012

FLOR DE SAKURA


(Flor de Sakura, elaborada con arcillas poliméricas)

FLOR DE SAKURA

En el lenguaje de las hierbas de China, la flor de Sakura simboliza el amor.

También es un símbolo de poder. Representa la sexualidad y, a menudo, la dominación y la belleza femenina.

En Japón la flor de Sakura es una metáfora de vida. Un breve y brillante instante de florecimiento. Flores delicadas que el viento las hace caer y no deja que se marchiten en el árbol. 

Este simbolismo tiene relación con parte el código de los Samurais, la flor del cerezo era su emblema.

Los japoneses, una vez al año, se reúnen para celebrar el Hanami (la tradición de mirar y observar las flores). Admiran el florecimiento del Sakura como si fuera un espectáculo de cuento porque, tras superar un duro invierno, este árbol comienza a llenarse de pequeñas flores que anuncian el principio de la primavera.