lunes, 25 de junio de 2012

Relato: El filólogo y la ballena

Simón había recostado la cabeza en el respaldo de la butaca. Las palabras del tratado de gramática que estaba leyendo se habían desdibujado. Había dejado resbalar el libro de sus manos, sin cuidado, hasta que quedó mal apoyado sobre sus piernas. Se había dormido. Y de nuevo, como tantas otras veces desde hacía varios meses, se le repetía el mismo sueño: una ballena de piel azulada surgía de un mar que se confundía con el cielo.

Las campanas de la iglesia repicaron doce veces. Simón se removió en la butaca y la imagen de la ballena se desvaneció en el eco de las campanadas. Justo en el momento en que las figuritas del reloj de cuco de la habitación bailaban al ritmo de un vals.

Simón emitió un suspiro profundo mientras se incorporaba para dejar el libro sobre la mesa escritorio. Miró los papeles dispersos, las gafas de pasta negra, medio escondidas entre ellos, pensó que debía guardarlas en el estuche (no lo hizo). En unos segundos había olvidado las gafas. Se fijó en las traducciones, aún por corregir, que se amontonaban en la cubeta del trabajo pendiente. Estaba cansado, y ese peso en los párpados… Y ese sueño tan extraño ¿una ballena? Qué absurdo. Los sueños son absurdos.

El mar no le gustaba, sentir la inestabilidad bajo sus pies, el regusto amargo que le subía hasta la boca, se sentía inseguro. Había sido siempre así, aunque había crecido entre pescadores siempre supo que él no iba a seguir la tradición familiar. A pesar de la brisa refrescante que le envolvía a todas horas, de las canciones que llenaban la cantina del muelle al regreso de los pescadores, del olor del tabaco de pipa, de los colores del amanecer.

Se lo repetía muy adentro, aunque entonces era muy pequeño y no entendía bien el significado de aquellos pensamientos que pasaban como ráfagas. Tenía la mirada llena de historias de naufragios y de fábulas de ballenas de piel azulada, que él engrandecía con su imaginación.

Con qué claridad recordaba aquellos años. Las tardes en las que su madre le obligaba a ir al muelle a esperar el regreso de su padre. Esperaba sobre las tablas de madera que crujían al caminar, sin apenas moverse por si cedían. Le esperaba con un hormigueo en el estómago, incapaz de comer la merienda que llevaba envuelta en una hoja del periódico dominical y que guardaba para más tarde, para cuando su padre llegara con la barca y la marrara, con los músculos tensos, marcados por la fuerza, con esa manera de andar acompasada con el oleaje.

Hasta ese momento, Simón se quedaba sentado. Hasta que intuía que las barcas aparecían bordeando el espigón, sólo un vistazo rápido. Luego volvía a notar el contacto con la madera y distraía el miedo mirando la hoja del periódico. Su afición por las palabras había empezado durante aquellas esperas.

Las palabras que con el tiempo adquirieron un orden y un sentido del que, a sus casi sesenta años, empezaba a dudar.

De nuevo sonaron doce campanadas, más seguidas, el recordatorio de la medianoche. Simón hundió su espalda curvada en el sillón. Miró el espejo que colgaba en la pared en el que se reflejaba la estantería desordenada; su título de filólogo, enmarcado en madera oscura y los rostros, inmortalizados en pequeñas fotografías, de sus compañeros de graduación.

También veía reflejada parte de su cara, que quedaba cortada por el marco. Envuelta por la penumbra de la habitación. Todo permanecía inmóvil en el espejo, reducido a una imagen de dos dimensiones. Todo carecía de respiración, atrapado en su propia realidad.

Odió aquel espejo, su reflejo, paralizado en aquella imagen descuidada, sin afeitar, los ojos hinchados y un papada que reposaba sobre el cuello del jersey ¿Quién era realmente? Por unos instantes se sintió irreal. Rodeado por los libros de gramática y los diccionarios. Los libros que parecían conocerle mejor de lo que se conocía él mismo. Él, que los poseía, que había profundizado en cada una de sus palabras, era incapaz de descifrar el significado de sus sueños.

Durante años había estado llenos de pensamientos. Le bastaba el silencio de la habitación, donde guardaba sus trabajos, sus escritos… Las palabras surgían de una manera fácil, escarbaba en ellas hasta redescrubrirlas, jugaba con ellas. . Pero ya no quedaban significados, no quedaban amigos y de la familia sólo el cuadro que había pintado un amigo de sus padres.

No sabía cuál había sido el motivo, pero hacia unas semanas que había recordado aquel cuadro. Lo había buscado en el altillo y lo había colgado junto al escritorio. Era como si hubiera entrado un soplo de aire fresco por la rendija de la ventana. Los brillos centelleaban en un mar que se mecía lentamente, tan real como en sus recuerdos, y en el centro, la casa blanca, su casa, bañada por un destello de luz de algún sol de verano. Sus padre estaban sentados en el porche con una expresión natural, cotidiana, y Simón (tendría unos tres años) se escondía entre las faldas de su madre.

Volvieron a repiquetear las campanas de la iglesia, sólo una campanada, un golpe seco. Las figuritas del reloj de cuco bailaban de nuevo al ritmo del vals. Estaba cansado, y ese peso en los párpados… ¿Soñar con ballenas? Qué absurdo.

(relato escrito para un curso de la Escuela de Escritores)

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