viernes, 23 de noviembre de 2012

El camino de arriba


A las viñas de la montaña se va por el camino del cementerio. Y al final de los viñedos, donde se perdió Marco, está el sendero que llega hasta el mar.

Helena y yo subíamos por las tardes. A la salida de clase dábamos esquinazo a los demás para echar a correr cuesta arriba hasta llegar a la verja con el ángel oxidado en lo alto. Allí nos tumbábamos en el suelo, sobre las hojas secas y respirábamos el aroma dulce de principios de octubre. Porque en el norte las uvas maduran más tarde y en esa época el olor de la vendimia le llegaba hasta los muertos.

Alguna tarde nos seguía Marco que corría detrás nuestro con los zapatos llenos de polvo y una mochila grande que le golpeaba en la espalda. Pero él no conocía la montaña, le asustaban los ruidos y nosotras pisábamos las hojas cuando no nos veía. Ya vale ¿no?, nos gritaba al escuchar los crujidos. ¡Miedica! y le dejábamos solo mientras gimoteaba junto al ángel, porque eso es lo que siempre hacía, gimotear como una niñata.

A Marco le daba miedo quedarse solo, por eso nos escondíamos en los viñedos, para fastidiarle. Jugábamos a  cerrar los ojos y a adivinar las cosas por el tacto. Andábamos a oscuras.  Una tarde le llamamos con la excusa de que nos ayudase a coger uvas. Tienes que cerrar los ojos, sinó no vale, le gritó Helena . Le oímos quejarse bastante rato porque no nos encontraba. Al final le dejamos allí, sí, perdido entre las viñas, junto al sendero. Nos largamos.

Al llegar al pueblo el mar ya estaba negro y en la montaña, una sombra oscura lo iba cubriendo todo: las viñas, la silueta del cementerio y el ángel de la verja. Una sombra que empezó a descender  hasta invadir los tejados y las calles. Cuando miramos arriba ya sólo quedaban estrellas y el gimoteo de Marco.