sábado, 29 de septiembre de 2012

Desayuno en la plaza

Lo que me mueve es la costumbre, por eso lo primero que he hecho al regresar de vacaciones es ir a desayunar a la plaza. Y es que en el pueblo, con tanto calor y un montón de moscas zumbantes, sólo pensaba en el croisant y el te de jazmín.

Satisfecha y con el pensamiento, engañoso y reconfortante, de que hay cosas que no cambian, vuelvo a sentarme en la terraza del bar Curuba y a pringarme las manos con la gelatina del croisant. Cuando acabo, lamo los trocitos que se me han quedado pegados en los dedos. Esta es la primera parte de mi ritual diario. En la segunda, saco de mi bolsa la libreta y el bolígrafo, de tinta azul, y bebo un poco de te.

Porque es justo en ese instante cuando empiezo a escribir. Ese momento casi mágico en el que me llega el humeante olor a jazmín y las palabras empiezan a ponerse en orden para ser contadas. Y hoy, justo en ese instante, un chirrido metálico y un golpe en la espalda hacen que mi mano deje un garabato azul en la hoja. El bol con el te se ha balanceado sobre el platillo blanco y se ha derramado un poco en el papel del garabato. Me giro, con una mueca de cabreo y los ojos entornados y veo a un niño, de no mas de ocho años, de rizos rubios y mirada acuosa que se abre paso a manotazos entre las sillas. Lo miro y me ignora, igual que las dos mujeres que también acaban de sentarse. La mayor (deduzco que es la madre) debe explicar algo muy interesante porque habla rápido y gesticula de manera exagerada; la otra (deduzco que es la amiga, de la madre) pone los ojos como canicas mientras suelta exclamaciones del tipo "¿qué me dices?, ¡no me digas!, ¡no puede ser!, ¡ah!, !no!". Mientras, el niño ricitos, entre golpes de sillas, intenta meter baza, mamá déjame el Iphon, mamá dejáme el Iphon, mamá dejáme el Iphon, pero ella, y la otra, parecen no oirlo.

Convencida de que a ninguno de los tres les importa el garabato y el te caido en el papel, arranco la hoja, la arrugo y limpio las gotas que han quedado sobre la mesa. Recoloco el bol sobre el platillo, hoja limpia, boligrafo azul preparado, rebusco las palabras mirando el azul celeste de la pared del ayuntamiento de la plaza, los niños tumbados en el suelo que pintan la gravilla con tizas de colores y los otros que golpean con una pelota en la torre del reloj. Otro chirrido, otro golpe, mamá déjame el Iphon, ricitos insiste, ahora patalea contra la pata de la mesa. De nuevo me giro con los ojos entornados. Acaba de llegar otro niño, este con cara de saberlo todo, no mucho mayor que ricitos, y la mirada fija en la pantalla de un móvil que tiene entre las manos. Me pregunto si será el hermano, pero excepto ricitos que se le acerca a mirar a qué está jugando, las mujeres le ignoran igual que a mí.

La camarera les ha servido helados y dos vasos con un líquido verde que ha dejado frente a los niños. El mayor sigue con la cara pegada a la pantalla; ricitos coge una paja y en lugar de sorber sopla con fuerza. Mi abuela decía que cada cual fastidia como puede y él ha decidido ganarse la atención salpicando a todo y a todos. Lo consigue. Me cambio de silla, por si acaso. Con uno de los soplos el brazo de la madre chorrea verde. Esta vez sí que le mira, ¿estás nervioso cariño? le pasa los dedos por un rizo, lo estira y lo suelta de golpe con un movimiento de muelle. Otra vez se gira hacia la amiga, lleva unos días muy nervioso será la vuelta a la normalidad, ¡ah! sí, sí, seguro; mamá dejáme el Iphon, otro soplido, este año, sigue explicando la madre, ha sido el niño que más veces han sacado de clase, ¿ah, sí?. El mayor, por primera vez, levanta los ojos del móvil. Las mira con la expresión de saberlo todo, sonrie con los labios un poco torcidos y les suelta, como si nada, que ha de ser difícil que te saquen varias veces de clase por ser graciosillo, ¿ah, sí? Ricitos, como para cambiar de tema, se sube a la fuente que hay en la torre del reloj, abre el grifo y pone dos dedos en medio del chorro; la gente y los perros que pasan por allí se apartan de un salto para esquivar el agua. Mamá, exclama el mayor, antes de volver a la pantalla ¿sabes que Harry Potter tiene acné en la segunda peli?

La pregunta me deja tan desconcertada que, por unos minutos, agradezco que mis hijos ya sean mayores. Mi hoja sigue en blanco y el te frío. Lo bebo de un sorbo, por acabarlo, y guardo la libreta y el bolígrafo de tinta azul en la bolsa. Decido marcharme y me levanto con el pensamiento, real y desolador, que las cosas siempre cambian.