martes, 23 de octubre de 2012

Esos días de playa

Llegamos a la playa cargados y de mal humor, pero lo llevábamos todo: sombrilla, cubo y pala para Andresito, colchoneta hinchable, los biberones de Isa, pañales, la neverita con cervezas para Pepe, cremas para no quemarnos, bolsas de patatas fritas, toallas y los niños.

Pero lo peor vino entonces, cuando miramos hacia el mar y sólo vimos toallas, cuerpos a medio quemar y un montón de cabezas y brazos donde se suponía que estaba la orilla. Sentí ganas de llorar, después de tanto rato parados en al autopista, los niños que no habían dejado de gritar y el calor. Esa calor, porque a Pepe no hay manera de hacerle entender que con el aire condicionado se va mejor. Se constipan los críos y además en verano se pasa calor ¿no?, y de ahí no lo saco.

Me quedé clavada, al lado del murete donde empezaba la arena. Venga nena, sígueme, me dijo, y yo con un niño en cada cadera, le seguí, con los pies que se me hundían en los granitos finos que parecían brasas ardiendo. Al final, pudimos amontonarlo todo, niños incluidos, en un pequeño espacio que encontramos entre los zumbidos de una emisora mal sintonizada y unos niños incontrolados que se perseguían con unos cubos llenos de agua. Y no estábamos dispuestos a renunciar a el por nada.

Lo visible y lo concreto: relato para la Escuela de Escritores

viernes, 12 de octubre de 2012

Chocolate



Cinco días al año entraba el diablo en casa. Tomábamos el chocolate que la abuela preparaba en fin de año, año nuevo, después de la cabalgata de Reyes, al día siguiente con el roscón y en la fogata que hacíamos la víspera de San Juan. Yo prefería los Reyes, por los regalos, y también el día de la fogata porque las calles se llenaban de colores y me dejaban acostar más tarde.

Pero un día todo se volvió oscuro, lleno de silbidos bajo un cielo sin luz, de prisas, a media noche, por llegar a Iglesia, donde también estaban algunos, acurrucados unos con otros. Porque en el pueblo, desde que empezó la guerra eramos pocos. Los que quedábamos nos encogíamos con la esperanza de que las bombas no cayesen en lugar bendito. Y mamá y la abuela, también oscuras: su ropa, sus ojos, el halo que las acompañaba a través de la confusión de la calle. La oscuridad y el roce de las enaguas que me recordaba el crujido del papel de los farolillos que colgábamos el día de la fogata.

Mi cuerpo se hizo grande entre crujidos y plegarias y de vez en cuando, como un viento fresco que barría todos los lamentos, la cocina se volvía a llenar de un vaho goloso que quedaba suspendido en el aire; la cazerola humeante, las burbujas salpicando nuestras manos.

De nuevo se abría la vitrina y se desenpolvaban las tazas de porcelana con aquellos dibujos de rosas grandes de color naranja. Todo dispuesto en la mesilla del salón: los vasos con agua, los azucarillos, los platillos con trozos de pan seco y las servilletas con la puntilla blanca. Me gusta el chocolate, negro, decía la abuela casi con vergüenza. Primero mojaba el pan y luego sonreía con una de esas sonrisas pequeñas, tímidas, que le marcaban un hoyuelo en la mejilla derecha. Cuando acababa de rebañar la taza le brillaba tanto la mirada que ya no parecía vieja, con la sonrisa y el hoyuelo en la cara.

Tardes de gula, siempre decía mi padre. Dejais entrar al diablo. Yo tiraba a mamá de la manga ¿por qué va a entrar el diablo? Ellas se santiguaban, luego seguían como si nada, removiendo el chocolate, intentado acallar a los muertos y la deseperación por los que no regeresaban.