martes, 10 de julio de 2012

Relato: Esperando un cambio (para Paola)

Me llamo Paola y acabo de cumplir 12 años. Últimamente mi vida es muy aburrida, nada de lo que hacía antes me distrae y además siempre tengo un montón de deberes que parecen interminables. En poco tiempo todo parece haberse descontrolado, incluso mi cuerpo. He ido engordando por todos los lados y mi cara ha adquirido una forma de pelota con un horrible grano en la mejilla que no consigo hacer desaparecer. En la escuela también hay cambios y han incorporado unas clases de educación sexual. Los niños no paran de chillar y de decir guarradas; acaban siendo insoportables.

Mamá ahora tiene una nueva obsesión: limpiar mi habitación, lo que en estos momentos significa que ha decidido tirar todos esos pequeños tesoros que voy guardando debajo de mí cama. Con las palabras de "ya eres mayor" da por terminada cualquier discusión y no consigo impresionarla ni con mis gritos ni con los portazos. Así, mis pequeños tesoros se han trasladado al país de Nunca jamás, transportados en una bolsa de basura azul. Dos peluches ha sido lo máximo que he conseguido quedarme.

Y como ya soy mayor, mis padres han decidido cambiar los muebles de mí habitación. Aburridos. Y las paredes las han pintado con un pastoso color crema, por eso de que queda bien con todo. Una cama grande, una mesa de estudio y un armario reemplazan mis recuerdos. Lo único que me gusta es el espejo que hay en una de las puertas del armario y, sobre todo, el ordenador que me han regalado. Con el podré pasar las tardes de los domingos conectada al Messenger.

Desde hace tiempo, mamá está intentando prepararme, como suele decir ella, para una nueva etapa que por lo visto será decisiva para mi vida y está a punto de llegar. La palabra pubertad que al principio me pareció un insulto se me aparece en mayúsculas y negrita. Nuevas palabras, nuevos consejos y una pesada lista de advertencias.

La palabra "niño" ha ido variando su significado, desde "amiguito, compañero de clase, chico, aprovechado, sexo...". Tengo la impresión de entrar en una nueva dimensión donde los monstruos de los cuentos de mi infancia tomarán forma de un momento a otro.

Lo peor es cuando no puedo escaparme de mamá; cuando de repente me sonríe ladeando la cabeza, se sienta en mi cama, da unos golpecitos sobre la colcha con los dedos de la mano derecha, los corazoncitos rojos de su anillo moviéndose y de repente lo suelta: ven cariño, vamos a hablar un rato. Y yo sé que acabaré perdida en alguno de esos monólogos interminables, la oiré lejana, intentaré distraerme con mis pensamientos hasta que surja la pregunta de siempre ¿qué piensas de lo que te estoy explicando?.

Esos son los peores momentos porque mamá espera paciente y yo nunca he sabido la manera de evitar la respuesta, pero he encontrado una salida victoriosa: bien, creo que lo que dices está bien. Ella retoma su sonrisa ladeada y se da por satisfecha.

Al fin, la pubertad llegó ayer a mí vida. No ha venido como una revelación maravillosa ni repleta de emociones nuevas, como mis amigas y yo la imaginábamos, sinó con una punzada dolorosa en el vientre y un hilo de sangre descendiendo por mis piernas. La verdad es que no hemos tenido un buen principio porque además del dolor agudo que sentía, me encontró desprevenida en la clase de gimnasia.

Hoy es sábado y puedo levantarme tarde ¡Perfecto! Miro el reloj que hay en la mesita de noche, las diez. Me siento en la cama y miro lo que me rodea: ropa tirada por el suelo, zapatos desaparejados, apuntes de la escuela, libros sobre la mesa y la lucecita verde del ordenador parpadeando. Si ahora entra mamá creo que transformará su alegría de ayer en un ataque directo a mí tranquilidad.

Decido levantarme y ponerme al albornoz blanco. Sigo encontrándome mal. Empiezo a estar harta de esta maldita pubertad, espero que no tenga más sorpresas como ésta. Cuando paso frente al armario me paro delante del espejo. Eh! vaya pinta más horrorosa, pienso. Veo una rubia de ojos verdes con el pelo enmarañado y ojeras. El grano sigue invencible en la mejilla. Me abro el albornoz, también estoy hinchada. Se suponía que tenías que cambiar mi vida no deformarla, le grito a la imagen que veo reflejada.

Sólo una pequeña distancia me separa de la figura que contemplo. El reflejo parece tener más poder que yo misma y me quedo mirándola. Paso los dedos por los mechones de pelo que caen sobre mis hombros, los aparto y los recojo en la nuca. La luz que entra por la ventana parece transformarlos en luminosos rayos de colores; ladeo la cabeza para ocultar el grano y algo que no puedo definir me atrae y me inmoviliza.

La imagen imita fielmente mis movimientos. Nada se escapa a su mirada atrevida. Me gusta este juego. Me divierte y me hace olvidar el malestar. Sigo recorriendo mi cuerpo con las manos: los labios carnosos, el cuello largo, los pechos pequeños. Mientras lo acaricio observo como se va dibujando un deseo en la piel de la figura que me mira de manera arrogante.

De repente oigo los pasos de mamá. Miró por última vez la imagen que sigue allí, de pie, esperando. Quizás la pubertad esconde algún secreto que aún no he descubierto. Le hago un guiño y me responde con una sonrisa. Ya es hora de que empiece a ordenar mis cosas.

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